Curiosidad

Y yo pensaba —a propósito de lo de Kierkegaard, y a propósito de mí— en una de esas excusas que inventa la sagacidad para evadirse (para pecar, en suma). La de conocer.

«Eso» no estará muy bien -nos dice ella-, eso estará mal; pero conocer es un bien. Siempre será mejor que la ignorancia, siempre es bueno tener alguna experiencia del mal que condenamos. Vale hacer algún mal (pequeño mal, por otra parte, cosa de nada, vamos, fuera los escrúpulos… nos dice ella) si lo hacemos para estar de vuelta de ese mal. Para tenerlo atrás y no adelante, para no ser un caído del catre, para crecer en sabiduría y en autoridad, para estar mejor pertrechado.
Mejor ensuciarse un poco (nos dice ella), el que quiere mantenerse demasiado sanito después se enferma con demasiada facilidad -y demasiada gravedad, como los marcianos de Wells. Inyectémonos un poquito de mal, a modo de vacuna.

Y se me ocurre que esta triste sagacidad no es propia de las personas inteligentes o intelectuales, sino patrimonio común; propiedad del siglo, más bien.
Y que podría relacionarse esto con el hecho de que la cultura actual haya expurgado completamente a la palabra curiosidad de aquellas viejas connotaciones negativas. En los tiempos de Santo Tomás, era un vicio, derecho viejo. Hoy es una virtud.

Y también podría relacionarse, acaso, con el desconcierto -casi el escándalo- que nos provoca (incluso a los cristianos) aquel detalle del Génesis: el fruto del árbol que proporcionaba el conocimiento del bien y del mal.

Simone Weil decía que, si es verdad que uno puede conocer el bien haciéndolo (de hecho, es la única manera), al hacer el mal no progresamos en el conocimiento del mal, sino al contrario. Al hacer el mal, lo único que conseguimos es ignorarlo.
Sí, puede sonar lindo, sugestivo y profundo y todo lo que quieras. Pero creerlo, creerlo con toda el alma… eso es otra cosa, eso es más difícil.

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