Los que gritan «yo»

Es de los cuadernos de Simone Weil; en este caso, son anotaciones compiladas en «El conocimiento sobrenatural«, de 1942.

Que mi cuerpo sea un instrumento de suplicio y de muerte para todo lo que es mediocre en mi alma…

Tratar la parte inferior del alma como a un niño al que se deja gritar hasta que se cansa y se calla. Nada en el universo le escucha. Mientras que Dios oye el silencio que Le es dirigido por la parte eterna del alma.

«No escucharse.»

Hacer callar a esos animales que gritan en mí e impiden que Dios me escuche y me hable. Para imponer silencio, lo mejor es hacer como si no se oyera. Quienes constatan que no son escuchados, terminan por cansarse y se callan. Esos animales en mí no serán escuchados por nadie si no les presto mi voz. Además, es necesario que tampoco yo los oiga, o al menos que no les haga caso.

Que sepan siempre, desde el momento en que se ponen a gritar, que no serán escuchados por nada en el mundo: ni por las cosas, ni por los hombres, ni por Dios, ni por mí.

Esos animales son lo que en mí, con diversos acentos de tristeza, exultación, triunfo, miedo, angustia, dolor, y cualquier otro matiz de emoción, grita sin descanso «yo, yo, yo, yo, yo».

Ese grito no tiene ningún sentido y no debe ser oído por nada ni nadie.

Esos animales tienen el hábito de gritar sin parar, día y noche, incluso a través del sueño, cada segundo.

No hay que enseñarles voces y sonidos.

Hay que inducirlos a callarse, aunque sea por unos instantes. Después, disponerlos a callarse cada vez más a menudo, cada vez durante más tiempo. Después obtener, si se puede, su silencio total. Si pueden morir antes que el cuerpo, mejor.

Mientras el cuerpo los obedezca, se creerán capaces de dialogar con el universo. Pues a causa de la perspectiva, el universo cambia para aquel cuyo cuerpo ha andado diez pasos. Si el cuerpo no les obedece, y si la palabra no los traduce, se ven forzados a constatar que nada en el mundo los oye. Cuando lo han constatado a menudo, entra la desesperación en sus gritos; están cansados antes de comenzar.

Por el contrario, ¿cómo se cansaría alguna vez la parte eterna, cuyos gritos, murmullos y silencios son todos escuchados?

Esos animales son muy astutos para hacerse obedecer por el cuerpo, haciendo surgir pretextos que parecen no venir de ellos. Para estar seguro de que el cuerpo les desobedece, hay que imponerse cosas incondicionalmente durante una larga temporada o repetidas con frecuencia. Pues se puede estar seguro de que esos animales, inestables y caprichosos, dejarán de estar ahí algún día. De manera que, si se persevera lo bastante, se puede estar seguro de terminar con ellos.

Pero para esto no hay que hacer cálculos. El espíritu de competición hace de cualquier acción un estimulante para los animales que dicen «yo»; desde el momento en que ese espíritu hace aparición, ninguna acción —y ninguna abstención— puede ser de provecho. Si se dice «yo he hecho tal cosa durante x tiempo…», más valdría no haberla hecho.

La prohibición de los censos ¿es quizá el recuerdo de las palabras de un sabio fundadas en una observación de ese tipo? Hay bienes que son aniquilados desde el momento en que se los valora.

… Abolido el espíritu de competición, si uno se instala en esa práctica cotidiana de manera estable, o si se dice: yo haré tal cosa tanto tiempo, y se cumple, se puede estar seguro de que los animales que están en el alma se cansarán, y gritarán, y aullarán, y experimentarán su impotencia para hacerse oír. Pues el cuerpo no les obedecerá si la resolución ha sido tomada en la parte central del alma. Es un efecto de la misericordia de Dios.

Si aquello contra lo que esos animales aúllan no es una resolución interior sino una coacción exterior, todavía mejor. Es preciso tan sólo que la parte eterna del alma consienta a que esa coacción dure indefinidamente y sin ninguna compensación, ni siquiera espiritual. Pues contar con un «provecho espiritual» es dar alimento bajo ese nombre a los animales que gritan «yo!».

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