Educación

Me crucé ayer con algunos que se manifestaban para apoyar a Ibarra. Entre los muchos carteles que portaban, uno de ellos proclamaba, en prolijas letras de imprenta (no era de esos carteles artesanales, sino de los hechos en serie), esta mística ecuación:
Ibarra = educación pública
Así nomás.
Educación pública.
Cuesta explicar (me cuesta a mí; y creo que les costaría aún más a ellos) el fervor que despiertan estas palabras en la izquierda argentina (en el sentido más amplio de la denominación; que abarca, claro está, a la mayoría de los argentinos). ¿Fervor? Devoción, mejor. Unción. Una bandera, y más que una bandera. Una de las pocas cosas sacrosantas que quedan.
Creo que ya dijimos algo (y si no, mejor así) sobre el eufemismo, tan obligado como vergonzante (decir «pública» cuando se significa «estatal»); y sobre el consiguiente descrédito de la «educación privada» -olor a fachos, capitalistas y católicos-; la sola expresión provoca el fruncimiento de nariz y la náusea refleja del ciudadano bien educado (por el Estado, claro está).

Y esto, en semejante época, tan ayuna de banderas y tan poco interesada en la educación… a secas. No deja de asombrarme.

Todo esto, desde ya, tiene mucha relación -aunque no es lo mismo- con el tema de la educación religiosa. Sabemos que el devoto de bandera de la educación pública suele indignarse de que a los chicos pretendan darles clases de religión en las «escuelas públicas». La religión es cosa de cada uno, dicen. Y ahí lo dejan a uno, para que se las arregle para completar el silogismo como pueda.

Sin ir más lejos -sin ir más lejos del gobierno y de la educación-, el otro día caí -vía Bonk– en este delicioso concurso escolar. Alumnos argentinos, rondando la adolescencia, son invitados a reflexionar sobre el bicentenario y los destinos del país. Entre los textos seleccionados (seleccionados, uno supone, porque fueron menos esperpénticos que el resto) hay un chico que dice que «sólo cuando el argentino sea capaz de reconocer la unidad del relato que es su propia vida, podrá hablarse de una identidad cultural.» y no sé qué más.

Relato. Palabrita estribillo de ciertas sectas… Y llegué a imaginarme al alumno, con un poco más de vuelo que la media de sus compañeros, que se enganchó con el discurso de la profesora de psicología (UBA, of course), y llegó a disfrutar algo de la mística y sensual borrachera que provoca ese coctel a la francesa —Freud y Marx en partes iguales—, el sabor levemente gnóstico de los textos -apenas comprendidos, incluso por la profesora- de esos doctores de la iglesia europeos tan consumidos por acá: Lacan, Deleuze y Derrida…
Quizás estoy imaginando demasiado; sí… perdón, no es habitual en mí.

Pero esto no es imaginado: Hace pocos días, conversaba con un muchacho que empezó la carrera de Diseño Gráfico en la UBA. Como pueden ver, su «Ciclo Básico» incluye tres materias de formación «humanista»; me llamó la atención descubrir que una de ellas (las otras dos son comunes para todas las carreras) es Filosofía. Le pregunté por los temas vistos, y me contó que «por suerte no se habían metido con Platón, ni ese tipo de material… Eso resulta pesado…» ¿Y qué vieron? Se habló sobre el trato en las cárceles y cosas así. Ah… ¿Foucault, no ?, le pregunté. Sí, me contestó: Foucault y Nietzsche. Cartón lleno ( no?).

Ustedes saben… los católicos de la derecha (los fascistas, si quieren) tienen una pasión inmoderada por las explicaciones conspirativas (masonería, judería, sinarquía, etc); y el temita de la educación pública, siempre les dio particular urticaria. Desde Castellani… Siempre sostuvieron que la izquierda hace semejante bardo con la cuestión por una cuestión de poder; poner la educación de los chicos en manos del Estado (y acceder al poder, aunque más no sea en los niveles «intelectuales»), disminuir la influencia -siempre resistente al progreso, siempre tendiente a la conservación de las tradiciones- de la familia, la Iglesia y -en general- el entorno social «directo» (o sea: verdadero), es el método más efectivo de dominar y alcanzar «la victoria». Sembrar, y tener la paciencia de esperar (y ya vamos viendo las primeras cosechas: manadas de adolescentes con una rebeldía enseñada, que creen más en Pergolini o Pigna que en sus padres, unánimes a la hora de repudiar a Bush -y a la hora de consumir celulares). Y esos derechistas se sienten doblemente furiosos cuando los otros se jactan de su incontaminación mental: no hay que enseñar religión, el Estado no puede enseñar una religión, dónde se ha visto; y les daremos «educación sexual», porque los chicos tienen el derecho a estar informados: es sólo información, no es bajada de línea, no hay juicios morales, cada cuál hace lo que quiere. Ja. Sienten ellos que el progresismo impone, de hecho, su religión; que, además de hipócrita (en su generosa jactancia de neutralidad e inclusivismo) es estúpida y letal; la religión del Anticristo, hablando mal y pronto. Este tipo de cosas sienten, estos delirantes conspirativos de la derecha, amargados por su propias derrotas -que no son sin culpa- , y cerrados, como siempre, a la autocrítica y a esfuerzo de discernir lo que hay de bueno en las banderas del enemigo.

Sí, pero qué quieren que les diga.
Yo, básicamente, siento lo mismo.

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