Algo de culpa

Una de las ilusiones con las que el diablo (nos) tienta a muchos cristianos es la de creer de que se está del lado del Bien en la medida en que se sufre por la existencia del Mal; cuando -claro está- tal medida la da exclusivamente el bien que se hace.

No lo digo yo, sólo lo suscribo; lo dice J. Lacroix (un intelectual francés católico, siglo XX) de quien estuve releyendo estos días unos ensayitos. Uno de ellos, «Moral sin pecado» (en «El sentido del ateísmo moderno») toma su título de un libro del Dr. Hesnard, psicoanalista que analiza los trastornos mentales relacionados con la moral, el pecado y el sentimiento de culpabilidad: lo que él llama «el universo mórbido de la culpa».

Este tal Dr. Hesnard —que cree en la moral; es más: en una moral evangélica— pretende denunciar esa componente mítica, oscurantista y venenosa que introduce el «pecado», en su acepción más primitivista y fetichista (que sería en buena medida el caso del cristianismo-de-hecho), en el alma del hombre. En esa acepción, el pecado «está compuesto por la conjunción de las prohibiciones del universo individual y las mixtificaciones del pensamiento gregario; es el tabú primitivo interiorizado». Fuente de negativismo vital, parálisis moral y auto-agresividad. Hesnard espera una «moral del porvenir, despojada de mixtificación, una moral sin demonio ni tabú, sin maldiciones ni supersiticiones del destino. Una moral alegre y fecunda, coincidente con la espiritualidad auténtica que el cristianismo ha concebido sin poder todavía realizarla: la acción realizada -y no soñada- con y para el hombre«.
Lacroix se dedica a analizar la tesis, tratando de señalar sus errores y sus aciertos. Presiento que a la mayoría de mis lectores cristianos este resumen (mío) de un resumen (de Lacroix) de la teoría de un psicoalista puede parecer una estupidez desdeñable. Pero no hay que confiar en los resúmenes ajenos… ni en las tendencias propias.

Porque muchos cristianos, sobre todos los de tendencias más …digamos… jansenistas… o rigoristas … o derechistas, (los cristianos como uno, vamos) se impacientan demasiado rápido al escuchar a psicólogos ( y autoayudadores y «especialistas» que hablan por radio) que ofrecen sus soluciones liberadoras contra los complejos de culpa…
El hombre moderno -pontificamos con gesto adusto- no tiene el sentido del pecado: eso de eliminar la culpa es en realidad un paso más para alejarse de Dios y terminar idolatrando al hombre -decimos-; y el Evangelio es Buena Noticia porque es remedio para nuestra enfermedad, pero el hombre moderno no reconoce su condición de enfermo, y entonces el hombre moderno esto y el hombre moderno lo otro y Rousseau de acá y Freud de allá y San Agustín y Pascal y el pecado original y la mar en coche…

Sí, sí, bueno; está bien.
Pero de vez en cuando nos convendría, creo, dejarlo en paz al hombre moderno, mirar lo que hay de verdad en las observaciones de los psicoanalistas, y ver cómo se aplica a nosotros -releer el primer párrafo-. Por nuestro bien, y también el de los psiconalistas y los psicoanalizados.
Decirse «Hoy se habla demasiado poco de la culpa. Habría que hablar mucho más. Sólo cuando se hable más, sólo cuando pasemos un umbral de N ocurrencias de la palabra ‘culpa’ por cada M ediciones de Página 12, veremos si vale la pena plantearse si se está hablando demasiado, y qué daños puede hacer eso. Mientras tanto… nuestra misión evangelizadora es empujar para allá, nomás» … decirse eso, digo yo, pensar en esas coordenadas, no parece muy católico. Más bien parece cosa digna del hombre moderno, digo yo.

… Leyendo la obra de Hesnard se siente uno poco a poco sobrecogido por una trágica evidencia: el cristiano moderno es con frecuencia alguien que tiene miedo de la acción. Haciendo recaer la responsabilidad sobre el ser y no sobre el hacer, acabaría fácilmente por desear poner fin al pecado mediante el no obrar. Mediría de buen grado el nivel de su valor moral por el sufrimiento que experimenta con la existencia del mal, no con el remedio que le aporta.
Péguy denunciaba ya esos católicos en quienes la oración misma está mixtificada, porque se ha convertido en un sustitutivo de la acción. Verdad es también que una mala conciencia obscura, una preculpabilidad irreal es la fuente principal de la acusación. En realidad, la mejor manera de curar diversos impulsos es despojarlos de toda significación moral a los ojos del enfermo, como es evidente, por ejemplo, en ciertas formas de masturbación. Hay clases de educación religiosa que desarrollan el temor, el terror y la angustia: no siempre está equivocado Lucrecio [*]. Tenemos tal necesidad de los otros, que no podemos replegarnos sobre nosotros mismos sin correr el riesgo de odiarlos y de odiarnos. Todo sentimiento de frustración se descarga casi necesariamente en acusación. Personalmente, veríamos fácilmente en eso el origen de una agresividad, de derecha y de izquierda, que vicia la atmósfera del catolicismo francés. Para curar esas desviaciones, una higiene del espíritu – y del cuerpo- es, en efecto, con frecuencia más eficaz que unos preceptos morales…


[* Lucrecio decía que el alma religiosa «presa de terror se aplica a sí misma el aguijón, se causa la quemazón del látigo, sin ver cual podrá ser el término de sus males, qué límite se fijaría al castigo, temiendo en cambio que la muerte sólo lo agrave. En suma, aquí, en la tierra, es donde, para los necios, la vida se convierte en un infierno» (De natura rerum, L. III, v. 985ss]

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