Sin pecado concebida

Cada historia de conversión es diferente. Y cada cual tiene sus causas más directas y aparentes, los motivos visibles para uno (sin contar la Gracia y ayudas invisibles varias) que dispararon el acercamiento a la Iglesia… o el salto. Las cosas que uno ve (o cree ver) desde afuera, digamos, y que atraen por su verdad-bien-belleza.
Cuando de conversiones más bien intelectuales se trata (tal vez el caso de uno…) esas cosas suelen ser partes del dogma, verdades que el mundo no conoce y no quiere conocer. Y, en general, vendrían a ser los tesoros de la Iglesia (y el lector que por esto entienda «el oro del Vaticano«… hará mejor en pasar a otros blogs).
Una vez dentro, es fácil de imaginar, uno irá poco a poco encontrándose otras verdades que desde afuera no había visto (o que no había visto como verdades; parte del tesoro). Y es más: conociendo un poco a la Iglesia (y -con perdón- a Dios) uno irá sabiendo (y esto, como decía Chesterton, es lo mejor de todo) que siempre habrá tesoros por descubrir; «nuevas cosas» que Dios da a la Iglesia y la Iglesia a los fieles.

Bueno. El post (perdón por el exordio, un poco demasiado untuoso para el estilo del blog) es para celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, a 150 años de la proclamación del dogma.

Por mi parte, puedo decir que, no sólo éste dogma en sí, sino la mariología en general -bah, para decirlo con más sencillez: la Virgen María- se cuenta entre los mayores y mejores tesoros que yo encontré dentro… y creo que a la mayoría de los conversos les ocurre algo parecido.

Suelen criticar muchos protestantes esta gran relevancia que la religión católica asigna a Nuestra Señora; dicen que esto difícilmente agradaría a la misma María, cuyo principal preocupación debería ser la de esfumarse en un discreto segundo plano tras su Hijo, el único Salvador de los hombres.
No traigo esta objeción para intentar refutarla (no es el momento de disputas, hoy es día de fiesta); más bien para recordar (lo cual más bien agravaría la objeción!) que, a creer en muchas de sus últimas apariciones, es ella misma la que parece querer llamar la atención… Sobre esto, copio un fragmento de Urs von Balthasar, que toca el caso paradigmático: la aparición de Lourdes, y la Virgen que se identifica con el título dogmático -reciente entonces-: «Yo soy la Inmaculada Concepción«. Y, por supuesto, el Magnificat.
… En todos los tiempos ha habido apariciones de María en la Iglesia. Sin embargo, llama la atención, que a partir del siglo XIX, con la aparición a Catalina Labouré, a Bernardette en Lourdes, a Melania en La Salette y a los niños de Fátima -por citar solamente las más conocidas- se acentúa la presencia de María.
No nos proponemos juzgar aquí la autenticidad de las apariciones particulares, ni es lugar para advertir de los múltiples casos que son dudosos o evidentemente falsos. Podemos limitarnos al suceso de Lourdes que ha sido examinado a menudo y está aprobado.

Nos asombra, que la «hermosa Señora», dé a una niña ignorante una especie de autodefinición que la niña no comprende pero que repite continuamente delante de todos: «Yo soy la Inmaculada Concepción».
No debemos detenernos en el contenido del misterio, que había sido definido pocos años antes, sino en el hecho de esta autodefinición de sí misma. Hay en otras apariciones cosas análogas. En estos tiempos llama la atención, ver a la humilde sierva destacarse y llamar la atención sobre sí misma. ¿Casa esto con la imagen que de ella tenemos?

Habrá que distinguir dos cosas.
La humildad de María no es la de una pecadora contrita, sino la humildad alegre y despreocupada de una niña, a la que nunca se le pasa por la mente que algo de lo que hay en ella sea propiedad suya sino más bien un regalo de Dios.
«Me llamarán feliz todas las generaciones»: ésta expresión indica la naturaleza particular de su humildad. Cuando se destaca, lo hace para mostrar a través de ella la gracia de Dios, exactamente al modo de Cristo: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7,16) y «quien me ve a mí está viendo al Padre» (Jn 14,9).
Sin el lenguaje humano de la Palabra divina, no hubiéramos comprendido jamás el corazón del Padre; el Hijo ha sido necesario para interpretar al Padre, a quien ningún ojo ha visto jamás. Esto nos lleva al segundo punto.

Podemos atrevernos a decir que, en nuestra época, es especialmente necesario ver a María. Verla tal como se presenta, no tal como nos gustaría imaginarla; y verla en un plano general, para no olvidar su papel en la obra de salvación y en la Iglesia.
En verdad ella se manifiesta y define como el arquetipo de la Iglesia, a imagen de la cual nos debemos formar nosotros, es decir, cada cristiano individual, y aún más, nuestra imagen de lo que es la Iglesia.

Estamos dedicados incesantemente a transformar y reformar esta Iglesia, según las exigencias de los tiempos, las críticas de los contrarios y según nuestros propios modelos; pero ¿no hemos perdido de vista el único modelo perfecto, precisamente el arquetipo?
Deberíamos tener puesta constantemente nuestra mirada en María, no para multiplicar las fiestas marianas, las devociones, o las definiciones, sino sencillamente para saber que son en realidad Iglesia, espíritu eclesial o comportamiento eclesial. ¿ Nos llevará esto del duro presente a una esfera irreal? Sin embargo, las sencillas frases de María: «No tienen vino», «haced lo que él os diga», ¿no son suficientes para caracterizarla como el arquetipo de la Iglesia que toma partido por los pobres, en su misma pobreza? ¿No vive en medio de la ley de la revelación, en donde Dios echa a los déspotas del trono y eleva a los humildes, da de comer a los hambrientos y a los ricos los deja sin nada?

Nosotros reencontramos nuestros más grandes y serios deseos en los sentimientos de María, pero como parte de algo mucho más grande: la voluntad de su Hijo, de que el nombre de Dios sea glorificado en la tierra, que venga su Reino, que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo.

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