Hermano fracaso

Ya he dicho alguna vez de mi profundo disgusto por el uso (peyorativo e insultante) de la palabra «loser» (perdedor, fracasado) allá en el norte…
Hoy la sufrí, por enésima vez (viendo «A Bugs’s life – Bichos«, de Pixar/Disney). Y la semana pasada, con Scarface, lo mismo… pero ya no de pasada. Recordarán los que la hayan visto a la Michelle Pfeiffer, gritándole en el restaurant a su esposo, el triunfador narcotraficante Al Pacino: «we are losers!«.
Todo bastaste pretencioso y trivial, me dirán; la plata no hace la felicidad, y todos esos lugares comunes…

Bien, pero ese no es el punto. El punto (igualmente pretencioso y trivial, supongo; pero menos visitado) es que ser un loser no debería ser visto como una maldición; y los cristianos, sobre todo, deberíamos estar inmunizados contra ese terror al fracaso. Y más, exagerando la nota: el fracaso (y quién no es un fracasado!) bien puede nuestra tabla de salvación.

Nuestro Dolina (en sus notas sobre Flores, revista Humor) escribió un «Elogio del Fracaso«. Está lindo (tal vez mañana veré de buscarlo y copiarlo acá), pero típicamente insuficiente, lastrado de esa desesperación romántica (pagana) que sabemos; melancólico.

Lo que yo quisiera encontrar es un elogio del fracaso en clave cristiana, y por lo tanto alegre. Porque ¿no es acaso el fracaso una especie de pobreza? ¿No se le pueden aplicar entonces las mismas bienaventuranzas de Jesucristo, y los requiebros amorosos de Francisco de Asís? Y al éxito ¿no le caben las mismas maldiciones que a la riquezas ? ¿No es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un exitoso entrar al Reino de los Cielos ?

A ver, momento, momento: ¿de qué fracasos estamos hablando ?
De todos; pero sobre todo, de los sueños de éxito personal, que se van muriendo con los años, y de la tristeza y (canta Gardel) «el dolor de ya no ser» (ante los ojos propios y a los del mundo). Sueños de adolescencia, en general… encontrar a la mujer/hombre ideal, y ser para ella/él el hombre/mujer ideal… un matrimonio siempre feliz, una familia sana… una carrera literaria, artística (talento que se creyó tener, fama que se esperaba), descubrimientos científicos, sabiduría intelectual, progreso laboral, algún tipo de poder o de influencia… de perfección espiritual, incluso. Y descubrir, lejana ya la adolescencia, que no… que no encontramos la mujer que fue hecha para nosotros, que nosotros tampoco fuimos la salvación de nadie, que nuestro matrimonio se fue al diablo, que no teníamos la inteligencia o los talentos que sospechábamos, que los años pasaron y no aprendimos nada, que no teníamos la misión que creíamos, que no teníamos ninguna misión y que si la tuvimos la malogramos, y que al fin de cuentas —dicho ahora en argentino— «no le ganamos a nadie» (o al decir de Discépolo: «… yo, que pensaba ser un rey… /qué ganas tengo de llorar nuestra niñez … quién más, quién menos/ pa’ mal comer / somos la mueca de lo que soñamos ser«).

Traducía Castellani -libre y dudosamente- una poesía de Chesterton, una «Oración por los que no han tenido suerte». Recuerdo algunos versos…
… Por el poeta hambriento
que mal nutrido de ilusión y viento
ve de golpe un buen día que no tiene talento.
Por la muchacha torda
que es feúcha la pobre, pobre y gorda,
y lo sabe, la pobre, aun siendo un poco sorda…
Aunque la idea era otra, no vienen mal acá; no sólo por ese repetido adjetivo, «pobre» (que es lo que queríamos demostrar, como decimos en matemáticas), sino también por el «ve de golpe» , y el «lo sabe, la pobre«. Porque, digo yo, el fracaso es (puede ser) santificador, en el mismo sentido en que la pobreza lo es (o puede serlo): porque hace ver, porque nos abre los ojos.
El mismo Castellani decía en otro lado (en «Las parábolas de Cristo»):
… ¿Cuál es pues la excelencia espiritual de la pobreza, y ese «reino de los Cielos» que pertenece a los pobres? Dire lo que sé, que ya he indicado.
La pobreza nos pone más cerca de la Realidad; de la realidad mística y religiosa, que es la realidad última y más duradera; la realidad más real.
En el fondo de su alma, en el campo de lo eterno, el Hombre es un pobre, pues por el pecado original quedó el hombre «despojado de lo gratuito y herido en lo natural»; mas el fondo del alma y las cosas eternas, cosa es que el hombre no ve, impedido por el cuerpo, mas el pobre, puesto en situación análoga en su mismo cuerpo, le es más fácil verlo; y el verlo es la humildad, principio y fundamento de todas las virtudes.
Las apariencias de lo material y la atracción de lo sensible nos engañan totalmente, que a todo hombre puede decirse lo que el Apocalipsis dice a la última Iglesia (que mucho me temo sea la nuestra), la Iglesia de los Tibios, que no son cristianos ni paganos del todo:
«Tu dices yo soy rico y potentado y no necesito de nada; y no sabes que eres mísero y miserable, y pobre, y ciego, y desnudo …. « (Ap. III, 17)
¡No sabes! Pero el pobre, fácilmente sabe. El colirio que dice allí San Juan que sana los ojos, es la necesidad.
También el fracaso, así entendido, con la humillación que trae consigo, puede ser ese colirio capaz de sanarnos los ojos. Y de reconocer nuestra indigencia, y de acordarnos -hijos pródigos- de que tenemos un Padre que nos espera. Digo yo. Espero yo.


(Y no faltará el chusco —Dolina mismo…— al que se le ocurra alguna fácil paradoja; de si el que, ateniéndose a lo anterior, busca el fracaso y lo encuentra, es en realidad un fracasado o un exitoso. Y que fracasar en los esfuerzos de santidad sería en realidad bueno… etc. Pero esas chuscadas —también aplicadas al caso de la hermana pobreza … y con cierta agresividad anticristiana a veces— no merecen por lo general más que una sonrisa al pasar)

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