fotos   del   apocalipsis
pasando el tiempo - mientras cielo y tierra pasan
Este texto, con levísimos recortes y retoques, fue publicado en la revista Parte de Guerra, de Octubre de 2001. El autor es uno de los editores, Oscar Alberto Cuervo.
    En PARTE DE GUERRA hace varios meses que venimos desplegando una idea: vivimos en la época del ocaso de la verdad, un acontecimiento menos evidente que una catástrofe nuclear o la recesión económica, pero de alcances más hondos e inquietantes. Y Kierkegaard nos incomoda porque nos devuelve la terrible presencia de la verdad.
    Justo a nosotros, que cada mañana tenemos que aprender con amargura que todo es verdadero hasta cierto punto y nada es en el fondo verdadero y que en ello no hay nada terrible...

    No se me escapa que estos pensamientos tienen una connotación política. Por alguna razón, la verdad ha sido abandonada por los progresistas. El progresismo se siente hoy mucho más cómodo sin la verdad, con verdades hasta cierto punto, con la verdad como una ficción útil, como una especie de error necesario para la vida.

    Estas ideas, con las que el progresismo hoy simpatiza, provienen de Nietzsche, de una cierta lectura de Nietzsche: la que llamaríamos el Nietzsche simpático, quien vendría a completar un proceso iniciado por el Humanismo, hace 300 años.

    La era moderna nació como un proceso de creciente independencia: ya no depender de la tradición, ya no depender de los padres, ya no depender de la fe, ni de los límites naturales, ni del destino ... ¿ni de la muerte? El gesto más propio del hombre moderno es el de liberarse de esas sujeciones. Este gesto tiene que conducir en algún momento a liberarse de la verdad. Y así por fin el hombre se libera del yugo más pesado.

    ¿No es esto lo que estábamos buscando desde hace tanto? ¿No es así la libertad, el ya no depender de mandatos absolutos, el ya no depender de otra cosa más que de nosotros mismos? ¿Para qué nos serviría la verdad si constituye un obstáculo para nuestra autoafirmación?

    Tradición, padres, fe, destino, muerte, verdad, obediencia...
    Cuando el progresista escucha estas palabras se sobresalta. En ellas presienten el fantasma del fascismo o, según una terminología muy en boga en nuestros días, del fundamentalismo. La soga en la casa del ahorcado.

    Hay que comprender lo que el progresismo ha llegado a ser en estos siglos y, por sobre todo, en las últimas décadas, para advertir que esta categoría de límites tan aparentemente difusos se constituye en algo más que una posición política, más que una profesión de fe en la ciencia y en la técnica, más que la disposición psicológica a proyectar la vida en un futuro siempre aplazado, más que la actitud económica del burgués emprendedor. El progresismo es todo eso junto porque es otra cosa: una posición metafísica, un modo de ser en el mundo. Esta posición metafísica del hombre moderno es la que organiza y da sentido a sus valores, sus reflejos, su ideología, sus deseos, su trabajo y su ocio, sus deberes y su credo. Por eso ciertas palabras irritan su piel, por eso se asusta ante la posibilidad de rozar estas cuestiones con el pensamiento.

    Hay que comprender hasta qué punto el progresismo ya no demarca una posición política, ya que todos son progresistas, desde los líderes de la OTAN hasta los curas de la villa, desde Cavallo hasta Soledad Silveyra.

    Hay que comprender hasta qué punto el corazón progresista está anegado de terror, amenazado por el talibán que él mismo engendra, desasosegado por la precariedad de las torres que habita, asfixiado por el aire que envenena, encerrado en su propio laberinto. Progresismo es terrorismo.

    Nos han atribuido "proclamas libertarias" que "sanamente han discurrido en el caminar filoso de la revista". ¿Libertarios? Más bien nos interesa ser libres. Libres de la solapada opresión que en la época nos tiene tan debilitados, tan aterrorizados, tan exánimes.

    Permitime construir al lector interlocutor con el que quiero mantener ahora una conversación. Probablemente no te reconozcas. Vale. Te llamaré "el simpatizante".
    Te imagino, en efecto, simpatizante de una causa libertaria. Bien instalado en algunas convicciones consagradas por la Revolución (francesa).
    Tu posición simpatizante consiste en creer que el hombre tiene en sus manos lo real y la realidad, sin que le haga falta entablar algún vínculo con la verdad.

    Tenés un horizonte hacia el cual tu vida se dirige, al que no llegás propiamente nunca: la ausencia de penurias. Apostás tu vida a liberarte de penurias. Las penurias son todo aquello que constituya un obstáculo para la autodeterminación de tu voluntad. Estas penurias son lastres de una época oscura, que no te dejan avanzar. La esencia de la posición revolucionaria con la que simpatizás es la de tomar en tus manos lo real, para lo cual hace falta tirar todos esos lastres por la borda.

    Pero en una época como la nuestra, la revolución ha sufrido un cierto desdibujamiento. ¿Cuántos se animan a seguir hablando de revolución?
    Entonces no sos revolucionario, sos simpatizante. Por eso te viene tan bien el Nietzsche simpático, el que hablaba de la verdad como un error útil al servicio de la vida.

    Hace unos meses, otro lector nos reprochaba que tomáramos a Nietzsche como bandera para atacar a la izquierda: Tomado a la letra, el hombre -Niezsche- dijo aquí y allá algunas cosas más bien antipáticas: habló mal de las mujeres, de la democracia, del humanismo, del socialismo, y sin embargo, porque justamente dijo mucho más que sólo eso, feministas, demócratas radicales, ultraizquierdistas y pensadores de las más variadas vertientes continúan abrevando en sus escritos. El Nietzsche simpático está expurgado de algunas cosas "más bien antipáticas", para extractar un Nietzsche feminista, demócrata, radical, humanista, socialista: simpático.

    El Nietzsche simpático es el que con su pensamiento libera a la vida humana de aquello que la sojuzgaba. El hombre occidental ha atado su vida a un mundo falso, el mundo de la metafísica, de las verdades trascendentes que él mismo creó, pero que terminaron por volverse contra su vida. Ahora, dice Nietzsche, de lo que se trata es de liberar a la vida de este sobrepeso de la verdad que la agobia. Ahora de lo que se trata es de volvernos conscientes de que esas verdades sólo son ilusiones, creaciones de la vida. Ahora de lo que se trata es de que los hombres nos hagamos señores de esas verdades de las cuales hasta ahora hemos sido esclavos. Este volvernos señores es ejercer la forma más alta de la vida, porque la vida siempre es, aún cuando no lo sepa, voluntad de poder. Y la verdad es lo que la voluntad de poder quiere que sea, Este apoderarse de la realidad, de la idealidad y de la verdad es la tarea del superhombre, tarea que Nietzsche llamó "Ia superación de la metafísica":

      "Toda la belleza y toda la sublimidad que le hemos prestado a las cosas reales e imaginadas quiero reivindicarla como propiedad y producto del hombre: como su más bella apología, El hombre como poeta, como pensador, como Dios, como amor, como poder: ¡oh, la real generosidad con la que ha obsequiado a las cosas, para él empobrecerse y sentirse miserable! Este ha sido hasta ahora su mayor desprendimiento, que admirara y adorara y supiera ocultarse que era él quien había creado eso que admiraba"
    ¿Cómo podemos no simpatizar con estas ideas? Ellas parecen provenir de "Ias fuentes más profundas de la vida", contra las cuales se levantaría ese "amor que es odio de sí mismo" del pensador del campo santo (Kierkegaard). Más agradable es para uno quererse a sí mismo con un amor tan puro que no guarde ni una sola gota de rencor.

    Que durante algunas décadas del siglo XX el superhombre nietzscheano haya sido identificado con la bestia rubia de ojos azules del nazismo es una desagradable contingencia, un desvío de la senda humanista que el hombre humano emprendió desde el Renacimiento. El superhombre, el hombre que finalmente quiere ser sí mismo, está mejor representado por el artista-ingeniero-científico del Renacimiento, por la voluntad racional kantiana por la cual el sujeto se dicta su propia ley por el revolucionario burgués que emprende el proceso histórico de su autodeterminación, por el sujeto social que se emancipa de la casta sacerdotal y derriba las estatuas de Dios, por el hombre nuevo del Che, por las nuevas mujeres que se proclaman propietarias de su cuerpo, por el primer astronauta que llega a la luna y con un pequeño paso suyo declara abolido el cielo, por los pensadores y pensadoras que terminan por disolver los últimos restos de la verdad.... ¿Te parece que el superhombre también está representado por el científico americano que en la década del 60 afirma que el hombre va a ser el único animal capaz de dirigir su propia evolución? ¿Es que hay otra frase que exprese con más pureza y concisión el espíritu nietzscheano con el que vos y yo simpatizamos? Nietzsche entonces no sería sino el más radical de los iluministas, el más progresista de los revolucionarios, el que tras constatar que "el hombre hace a la religión y no la religión hace al hombre" instaura con su Zaratustra la religión del hombre para el hombre.

    ¿Y si la pretendida superación de la metafísica emprendida por el superhombre nietzscheano no fuera sino la recaída más honda en la metafísica? Esta pregunta fue planteada por Martin Heidegger allá por el año 1936. ¿Y si la superación de la metafísica fuera tan sólo su consumación? ¿si en virtud del superhombre, del animal que toma en sus manos su propia evolución, la metafísica, lejos de ser derrotada, se adueñara finalmente de la realidad? Te pregunto: ¿si este mundo de hoy, en el que existimos como simpatizantes de proclamas libertarias, pero a la vez como impotentes instrumentos de un poder cada vez más extraño, el poder desencadenado por la voluntad de poder, si este mundo quedara encadenado, y nosotros con él, a ese poder? Si así fuera, todas las proclamas libertarias, todo nuestro simpático humanismo, todas las apelaciones a la humanidad de las clases dirigentes y todas las declaraciones universales de los derechos humanos no serían más que las cadenas del animal atrapado.

    Te decía que fue Heidegger quien allá por 1936 planteó estas preguntas. En ese momento comenzó una confrontación pensante con Nietzsche en la que se mantuvo por varias décadas. El libro Nietzsche de Heidegger, aparecido en castellano por primera vez en el año 2000, al cumplirse el centenario de la muerte de Nietzsche, recoge un tramo de ese recorrido de décadas. En 1936, cuando Heidegger comienza en Friburgo sus cursos sobre Nietzsche, la situación del mundo y la suya propia es sumamente delicada. El mundo está preñado de una guerra que dará a luz un tiempo después, en 1939. El nazismo se encuentra en Alemania en su momento culminante y Occidente aún no ha decidido que Hitler, ese payaso siniestro, es el enemigo de la civilización. El nazismo ha tomado a Nietzsche -una cierta lectura de Nietzsche- como su heraldo filosófico. El Nietzsche con el que simpatizan los nazis es el de la voluntad de poder, siempre que se entienda esta no como conservación, sino como superación de la vida: como desborde de poder, cuya única meta es siempre poder más y para el cual toda verdad es sólo un medio de lucha. Aquello que por la lucha se mantiene en alto, aquello que vence, pasa a ser considerado verdadero; pero como es sólo un medio, toda verdad está destinada a ser dejada atrás. El Nietzsche con el que los nazis simpatizaban es el que anuncia al superhombre, el que supera al hombre tal como es hasta el momento, el hombre que ya no reconoce verdades por sobre el hombre mismo, el que se quiere a sí mismo como señor de la ejecución incondicionada del poder, con los medios de la tierra exhaustivamente explotados. No es la abolición del humanismo lo que a los nazis les fascina en Nietzsche, sino su consumación extrema.

      "Los príncipes europeos tendrían que meditar realmente acerca de si pueden prescindir de nuestro apoyo. Nosotros, inmoralistas, somos hoy el único poder que no necesita aliados para llegar a la victoria: por eso somos, con mucho, los más fuertes entre los fuertes. Ni siquiera necesitamos la mentira: ¿qué otro poder podría prescindir de ella? Una fuerte seducción lucha por nosotros, quizás la más fuerte que haya: la seducción de la verdad... ¿de la verdad? ¿Quién me ha puesto esta palabra en la boca? Pero ya la vuelvo a sacar, desdeño la orgullosa palabra: no, tampoco la necesitamos a ella, llegaríamos al poder y a la victoria también sin la verdad. El encanto que lucha por nosotros, el ojo de Venus que cautiva y enceguece hasta a nuestros enemigos, es la magia del extremo, la seducción que ejerce todo extremo: nosotros, inmoralistas, somos los extremos."
    Estas terribles palabras de Nietzsche son citadas por Heidegger en sus lecciones de Friburgo de 1939. No cuesta imaginarse el aire tenebroso de esas lecciones, la resonancia aterradora de esas palabras dichas en ese momento y en ese lugar. (¿Pero cómo te suenan estas palabras hoy? ¿No es todavía, 100 años después de la muerte de Nietzsche, 62 años después de las lecciones de Heidegger, 56 años después de Hiroshima, 10 años después de la caída del socialismo soviético, unas semanas después de la caída de las torres gemelas de Nueva York, no es todavía nuestro mundo el mundo de Nietzsche?) Cuando en el 39 Heidegger las cita, él se halla en plena confrontación con el pensamiento nietzscheano. Se propone comprender a Nietzsche más allá de lo que el propio Nietzsche se comprende: no como el superador de la metafísica, sino como su último avatar. Vuelve una y otra vez sobre la idea nietzscheana del poder, y más allá de la idea nietzscheana, se pregunta por el poder mismo. ¿Qué es el poder? ¿Es una mera fuerza que se conquista con la fuerza y se acumula en nuestras manos? ¿Es algo que se encuentra en alguna parte y hemos de ir a tomarlo? ¿Viene a nosotros o se nos aleja según lo que hagamos? ¿Es un instrumento nuestro o nosotros instrumentos suyos? ¿Qué es lo que podemos hacer y deshacer con el poder? ¿Y podemos hacernos con el poder si no lo pensamos? Dice Heidegger:
      "La lucha entre aquellos que están en el poder y aquellos que quieren llegar al poder: en cada uno de los bandos está la lucha por el poder. En todas partes es el poder el factor determinante. Por esta lucha por el poder, la esencia del poder está puesta por ambos lados en la esencia de su dominio incondicionado. Pero al mismo tiempo se esconde aquí también una cosa: que esta lucha está al servicio del poder y es lo que el poder quiere. El poder se ha apoderado de antemano de estas luchas ( ... ) Esta lucha es necesariamente planetaria y, como tal, indecidible en su esencia, porque no tiene nada que decidir, por cuanto está excluida de toda diferenciación, de la diferencia (entre el ser y el ente) y con ello de la verdad y, por su propia fuerza, está arrumbada en lo que carece de destino: al estado de abandono del ser."
    Heidegger en sus lecciones sobre Nietzsche está confrontando veladamente con la revolución nazi, a la que ve como un suceso que se halla enteramente bajo el proyecto moderno de la dominación total, al igual que el americanismo y el comunismo. El hombre, ya sea como individuo librado a su egoísmo, o como comunidad, como personalidad en la comunidad, o como miembro del grupo corporativo, el hombre como dirigente o como masa, como revolucionario o como reformista: se trata de máscaras de las cuales se vale el proyecto moderno del dominio incondicionado del poder. Pero ¿quién o qué es lo que domina en este proyecto?

    Una idea atraviesa a la subjetividad moderna en todas sus variantes, desde el liberalismo hasta el socialismo, pasando por el fascismo: la voluntad humana rige la realidad y ha de regirla cada vez más; el poder es el ejercicio de esta voluntad y sólo hace falta ir por él. La historia es el escenario de las disputas humanas por ese apoderamiento. La ciencia y la tecnología son las armas de esas disputas y el resultado de las disputas es el dominio siempre en aumento del hombre sobre los hombres y sobre la tierra. El hombre va a ser el único animal capaz de dirigir su propia evolución. La verdad ya no cuenta.
    Esta es la magia del extremo de la que hablaba Nietzsche hace 120 años. Hoy el rostro visible de esa magia es la globalización, la agobiante omnipresencia de la publicidad, el desciframiento de la cadena del genoma humano, la amenaza en ciernes de las armas químicas, nucleares y bacteriológicas, el envenenamiento del aire mediante procedimientos graduales o drásticos, el terror contra el terror.
    Pero ¿cuál es el rostro invisible de esa magia? ¿No será el hombre tan sólo un aprendiz de brujo? ¿Puede hombre alguno con el poder? ¿Podrá mientras crea que tiene poder sobre la realidad? No podremos saberlo, dice Heidegger, hasta tanto no hayamos sido capaces de preguntarnos por el poder, por la verdad y por el ser mismo del hombre.

    Heidegger en sus lecciones sobre Nietzsche está confrontando más secretamente aún consigo mismo. Él es el autor de las arduas páginas de "Ser y tiempo" (1927) en las que el hombre es pensado como el ente cuyo ser más íntimo consiste en cuestionar su propio ser. Ser y tiempo habla de la experiencia solitaria de la autenticidad, como posibilidad del hombre que se pregunta por el ser, por su propio ser: ¿qué soy? Para acceder a su autenticidad el hombre tiene que romper con el cautiverio del uno impersonal que vive como vive cualquiera, y para eso debe seguir el hilo de su propia angustia, la que le abre las puertas de su más íntima verdad. En estos pensamientos resuena indudablemente el pensador del campo santo, Kierkegaard.

    Pero una década después de Ser y tiempo Heidegger tiene que confrontar consigo mismo. Porque en 1933 Heidegger se había afiliado al partido nacional socialista alemán, había asumido el rectorado de la Universidad de Friburgo y se postulaba íntimamente como director espiritual de la revolución nazi, convencido de que el Führer encarnaba las fuerzas del destino del ser y de que él mismo iba a ser el conductor de esa revolución en el ámbito universitario, revolución que iba a terminar para siempre con el espíritu burgués que había llevado a la universidad alemana a la decadencia. La inflamación revolucionaria le duró a Heidegger lo que tardó una intriga político-académica en desplazarlo del rectorado: nueve meses. Porque ni siquiera es verdad que Heidegger se haya ido del rectorado por su propia voluntad, sino que perdió el favor de las autoridades del partido, quienes lo consideraban un loco excéntrico y prefirieron negociar con las "decadentes" jerarquías académicas. Heidegger cayó en desgracia no por obra de su reflexión, sino por ser demasiado exagerado en sus ademanes revolucionarios. El Heidegger revolucionario de aquella primavera nacionalsocialista es la farsa de sí mismo. ¿Puede la historia mofarse tanto del hombre como para hacer de un gran pensador un penoso títere de la política más ominosa? En las proclamas milicas con las que pretendía conducir la universidad, Heidegger se llenaba la boca hablando del pueblo, de la comunidad, de la nación alemana, toda una retórica de la que después habrá tenido que avergonzarse si hubo de ser capaz de encontrarse con su más íntima verdad, siguiendo el hilo de su propia angustia. Heidegger se habrá tenido que odiar a sí mismo.

    Pero ese asunto no nos concierne ni a mí ni a vos. Para nosotros Heidegger, tanto como Nietzsche o Kierkegaard, son nombres que figuran como títulos para las cosas que hay que pensar. Porque vos hablás de la mojigatería intelectual disfrazada de ortodoxia. Y no es otra cosa que mojigatería lo que lleva a los progresistas a esquivar las cuestiones más espinosas: "Ojo con estas ideas porque nos pueden llevar a consecuencias indeseables", "Cuidado con Kierkegaard porque es cristiano", "Cuidado con Heidegger porque fue nazi". "Ojo con el amor que es odio de sí mismo". "Ojo con la verdad...". ¿Y nosotros somos tan magníficos como para eximirnos de preguntarnos por la verdad, por el poder, por nuestra verdad, por nuestro poder, por nosotros mismos? ¿Quiénes somos? ¿De qué nos liberamos nosotros mismos para llenarnos la boca con la libertad?

    Dice Nietzche:

      "Esta larga serie de demoliciones, de destrucciones, de ruinas y derrubamientos que tenemos en perspectiva, ¿quién podrá adivinarla hoy lo bastante para ser el iniciador y el adivino de esta enorme lógica del terror, el profeta de un entenebrecimiento y de unas oscuridades tales que probablemente no tuvieron jamás semejanza en la tierra?
      Nosotros mismos, nosotros, adivinos de nacimiento, que estamos al acecho en las alturas, plantados entre el ayer y el mañana; nosotros, primogénitos del siglo futuro, que deberíamos percibir ya las sombras que Europa va a proyectar, ¿cómo es que esperamos sin interés verdadero, y sobre todo sin cuidado ni temor, la venida del eclipse? "


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